Sintió que sus pulmones comenzaban a perder tamaño. Y aunque todos los químicos que los estaban consumiendo era una justa causa, sabía que la falta de aire se debía al cansancio. Y eso que había corrido poco.
Pero no era un cansancio momentáneo, agitación por un trote. Era una debilidad generalizada, una necesidad de parar. Los demonios seguían en sus espaldas, sin alcanzarlo ni perderlo de vista, en un punto justo en el que no lo atormentaban pero podían recordarle que estaban ahí.
Y se decidió, y se detuvo. Y ahí, a la misma distancia de siempre, se detuvieron ellos. Una camino largo, una neblina pesada. Y se dejó caer sobre ese empedrado riguroso que le marcaba la dureza de caer pero no le lastimaba tanto como para no poder levantarse de nuevo. Y el tiempo pasó, sin darse cuenta.
Y en cuanto comenzaba a tomar conciencia del tiempo transcurrido, llegó ella. Tranquila pero agitada, alegre pero con sus propias sombras, un altibajo de luces y sombras intimidantes y a la vez fascinantes. Sus fantasmas observaban indemnes, ahí, a su propia distancia justa. Y por un momento le dieron descanso. Sin esfumarse pero sin agobiarla.
Y un aire fresco y limpio renovó el ambiente. Suavemente, pero con firmeza, sopló lejos esos nubarrones de dudas y enigmas. Y allí se mantuvieron, inmóviles, sin correr para no perderse, y con la vista perdida en el profundo mar de la mirada del otro, en esa descabellada idea de sentirse ajenos por una vez.
Pero no era un cansancio momentáneo, agitación por un trote. Era una debilidad generalizada, una necesidad de parar. Los demonios seguían en sus espaldas, sin alcanzarlo ni perderlo de vista, en un punto justo en el que no lo atormentaban pero podían recordarle que estaban ahí.
Y se decidió, y se detuvo. Y ahí, a la misma distancia de siempre, se detuvieron ellos. Una camino largo, una neblina pesada. Y se dejó caer sobre ese empedrado riguroso que le marcaba la dureza de caer pero no le lastimaba tanto como para no poder levantarse de nuevo. Y el tiempo pasó, sin darse cuenta.
Y en cuanto comenzaba a tomar conciencia del tiempo transcurrido, llegó ella. Tranquila pero agitada, alegre pero con sus propias sombras, un altibajo de luces y sombras intimidantes y a la vez fascinantes. Sus fantasmas observaban indemnes, ahí, a su propia distancia justa. Y por un momento le dieron descanso. Sin esfumarse pero sin agobiarla.
Y un aire fresco y limpio renovó el ambiente. Suavemente, pero con firmeza, sopló lejos esos nubarrones de dudas y enigmas. Y allí se mantuvieron, inmóviles, sin correr para no perderse, y con la vista perdida en el profundo mar de la mirada del otro, en esa descabellada idea de sentirse ajenos por una vez.