lunes, 7 de junio de 2010

Háganles leer algo de Sarmiento, de Rivadavia. Disimuladamente...

El hombre de bigotes se acercó caminando despacio. Ese camino de tierra al costado de la ruta era el único refugio para el intercambio. Al menos desde allí, la imagen de los campos que estaban garantizando destruir no era tan clara, por lo que sus remordimientos se escondían por algunos momentos. La carpeta que tanto había mostrado ya a esta altura del día se abría una vez más para dejar escapar cuatro sobres con la misma suma.

- Pueden quedarse tranquilos, muchachos -les dijo-, esto es de lo más común. Cada uno se queda con una de las comisiones y le da la otra a la familia. Van a ver que se los agradecen. Hoy cien de éstos le compran algo de comida a los pibes por unos días, y los viejos se conforman con poco, porque no les queda otra. Háganme caso, no tiene sentido explicarles las razones, no van a entender igual. Les garantizo que no va a ser tan malo como dicen en los diarios.

Los dos concejales barriales lo miraron con un dejo de consternación, resignación y tristeza. Sabían lo que estaban haciendo. Eran pobres, no tontos. José se sentó en el suelo, y apoyó la espalda contra una piedra grande, al costado del camino. No sabía si llorar o hacerse el duro. Por la ruta no pasaba más que un auto cada algunos minutos. El silencio era casi posesivo.

El hombre de bigotes siguió hablando, como si no entendiera que el Negro le estaba rogando con su mirada que simplemente se callara y volviera por donde vino. Ya se habían vendido, ya habían aceptado ser uno más de la categoría de hombres por la que tanto habian sufrido en días anteriores.

- Son empresas internacionales, han hecho esto en todo el mundo. Saben lo que hacen. Le va a venir bien a la zona, va a generar muchas fuentes de trabajo, ustedes pueden volver y decir eso, para que los demás se queden tranquilos.

José se levantó, las lágrimas ya se le escapaban, no tenía la fuerza para ocultar que se sentía no sólo un traidor de todos sus coterráneos sino también de sí mismo. Y comenzó a caminar solo, directo a la ruta, sin saber si volvía a su casa o enfilaba para otro lado, donde nadie lo conociera y supiese que vendió su alma por cien billetes, por menos de la comida de una semana. Miró como el camión pasaba, majestuoso, por la ruta. Como una señal del destino.

- Qué casualidad, justo la biblioteca ambulante -acotó el bigotudo-. Ahora se va para Uaque, pero después va a psar por el pueblo y quedarse un par de días. Lleven a los chicos, y a todos los que puedan. Háganles leer algo de Sarmiento, de Rivadavia. Disimuladamente. De a poquito van a comenzar a entender por qué ustedes hicieron lo que hicieron.

El Negro corrió, lo golpeó en la cara, tiró los dos sobres y se llevó del brazo a José, mientras éste rompía los billetes al trote.

viernes, 4 de junio de 2010

La aventura del conocimiento y el aprendizaje

En todos lados veo que esto se cita como un texto de Dolina. No doy fé que así lo sea, pero suena que sí. Es genial, se los dejo.

La velocidad nos ayuda a apurar los tragos amargos. Pero esto no significa que siempre debamos ser veloces. En los buenos momentos de la vida, más bien conviene demorarse. Tal parece que para vivir sabiamente hay que tener más de una velocidad. Premura en lo que molesta, lentitud en lo que es placentero. Entre las cosas que parecen acelerarse figura -inexplicablemente- la adquisición de conocimientos.

En los últimos años han aparecido en nuestro medio numerosos institutos y establecimientos que enseñan cosas con toda rapidez: "....haga el bachillerato en 6 meses, vuélvase perito mercantil en 3 semanas, avívese de golpe en 5 días, alcance el doctorado en 10 minutos....."

Quizá se supriman algunos... detalles. ¿Qué detalles? Desconfío. Yo he pasado 7 años de mi vida en la escuela primaria, 5 en el colegio secundario y 4 en la universidad. Y a pesar de que he malgastado algunas horas tirando tinteros al aire, fumando en el baño o haciendo rimas chuscas. Y no creo que ningún genio recorra en un ratito el camino que a mí me llevó decenios.

¿Por qué florecen estos apurones educativos? Quizá por el ansia de recompensa inmediata que tiene la gente. A nadie le gusta esperar. Todos quieren cosechar, aún sin haber sembrado. Es una lamentable característica que viene acompañando a los hombres desde hace milenios.

A causa de este sentimiento algunos se hacen chorros. Otros abandonan la ingeniería para levantar quiniela. Otros se resisten a leer las historietas que continúan en el próximo número. Por esta misma ansiedad es que tienen éxito las novelas cortas, los teleteatros unitarios, los copetines al paso, las "señoritas livianas", los concursos de cantores, los libros condensados, las máquinas de tejer, las licuadoras y en general, todo aquello que ahorre la espera y nos permita recibir mucho entregando poco.

Todos nosotros habremos conocido un número prodigioso de sujetos que quisieran ser ingenieros, pero no soportan las funciones trigonométricas. O que se mueren por tocar la guitarra, pero no están dispuestos a perder un segundo en el solfeo. O que le hubiera encantado leer a Dostoievsky, pero les parecen muy extensos sus libros.

Lo que en realidad quieren estos sujetos es disfrutar de los beneficios de cada una de esas actividades, sin pagar nada a cambio.

Quieren el prestigio y la guita que ganan los ingenieros, sin pasar por las fatigas del estudio. Quieren sorprender a sus amigos tocando "Desde el Alma" sin conocer la escala de si menor. Quieren darse aires de conocedores de literatura rusa sin haber abierto jamás un libro. Tales actitudes no deben ser alentadas, me parece. Y sin embargo eso es precisamente lo que hacen los anuncios de los cursos acelerados de cualquier cosa. Emprenda una carrera corta. Triunfe rápidamente.

Gane mucho "vento" sin esfuerzo ninguno. No me gusta. No me gusta que se fomente el deseo de obtener mucho entregando poco. Y menos me gusta que se deje caer la idea de que el conocimiento es algo tedioso y poco deseable. ¡No señores: aprender es hermoso y lleva la vida entera!

El que verdaderamente tiene vocación de guitarrista jamás preguntará en cuanto tiempo alcanzará a acompañar la zamba de Vargas. "Nunca termina uno de aprender" reza un viejo y amable lugar común. Y es cierto, caballeros, es cierto.

Los cursos que no se dictan: Aquí conviene puntualizar algunas excepciones. No todas las disciplinas son de aprendizaje grato, y en alguna de ellas valdría la pena una aceleración. Hay cosas que deberían aprenderse en un instante. El olvido, sin ir más lejos. He conocido señores que han penado durante largos años tratando de olvidar a damas de poca monta (es un decir). Y he visto a muchos doctos varones darse a la bebida por culpa de señoritas que no valían ni el precio del primer Campari. Para esta gente sería bueno dictar cursos de olvido. "Olvide hoy, pague mañana". Así terminaríamos con tanta canalla inolvidable que anda dando vueltas por el alma de la buena gente.

Otro curso muy indicado sería el de humildad. Habitualmente se necesitan largas décadas de desengaños, frustraciones y fracasos para que un señor soberbio entienda que no es tan pícaro como él supone. Todos -el soberbio y sus víctimas- podrían ahorrarse centenares de episodios insoportables con un buen sistema de humillación instantánea.

Hay -además- cursos acelerados que tienen una efectividad probada a lo largo de los siglos. Tal es el caso de los "sistemas para enseñar lo que es bueno", "a respetar, quién es uno", etc.

Todos estos cursos comienzan con la frase "Yo te voy a enseñar" y terminan con un castañazo. Son rápidos, efectivos y terminantes.

Elogio de la ignorancia: Las carreras cortas y los cursillos que hemos venido denostando a lo largo de este opúsculo tienen su utilidad, no lo niego. Todos sabemos que hay muchos que han perdido el tren de la ilustración y no por negligencia. Todos tienen derecho a recuperar el tiempo perdido. Y la ignorancia es demasiado castigo para quienes tenían que laburar mientras uno estudiaba.

Pero los otros, los buscadores de éxito fácil y rápido, no merecen la preocupación de nadie. Todo tiene su costo y el que no quiere afrontarlo es un garronero de la vida.

De manera que aquel que no se sienta con ánimo de vivir la maravillosa aventura de aprender, es mejor que no aprenda.

Yo propongo a todos los amantes sinceros del conocimiento el establecimiento de cursos prolongadísimos, con anuncios en todos los periódicos y en las estaciones del subterráneo.

"Aprenda a tocar la flauta en 100 años".
"Aprenda a vivir durante toda la vida".
"Aprenda. No le prometemos nada, ni el éxito, ni la felicidad, ni el dinero. Ni siquiera la sabiduría. Tan solo los deliciosos sobresaltos del aprendizaje".

Alejandro Dolina