- ¿Hola?
- ¡Hola! ¿Consideraría usted el cambiar su servicio de telefonía de larga distancia?
- Ah... no puedo hablar en este momento. ¿Por qué no me da el número telefónico de su casa y lo llamo luego?
- Ehm... bueno, disculpe... no puedo hacer eso...
- Supongo que no quiere que la gente lo ande llamando a su casa.
- No.
- Bien, ahora entiende cómo me siento.
(clic)
El diálogo, de la serie estadounidense Seinfeld, describe a la perfección el sentimiento de un gran porcentaje de potenciales clientes a los que una empresa de tercerización de servicios atormenta con llamados semi-invasivos a horarios indsicriminados, en búsqueda de concretar una venta de productos o servicios jamás solicitados. Hasta ahí, perfecto.
Ahora viene otra situación hipotética en la teoría descriptiva, pero tan real como el pan francés en el día a día de muchísimos habitantes de nuestro planeta Agua y Tierra: fin de mes. ¿Hasta qué punto, teniendo en cuenta las vicisitudes de la vida de ambas partes, es soportable cierto tipo de empleos, en los que el malestar del cliente es una posibilidad más que concreta? Las molestias ocasionadas por el vendedor telefónico muchas veces no son perdonadas, y hasta son motivo de condena al que, mayormente sólo por necesidad, debe realizar dicha desdichada tarea, valga el juego de palabras.
Este es un caso casi único, en el que la tarea laboral no necesita ser mal desempeñada, para ofuscar al otro. Un taxista que obstruye una calle para recoger un pasajero, un vendedor de mostrador que no atiende apropiadamente o insiste hasta el hartazgo con la venta, un cadete que entra a contramano o por la vereda para cortar camino, son ejemplos de actitudes erróneas en labores que se podrían hacer sin perjudicar a nadie. Pero el telemarketer carga con la cruz de hacer todo como le exige su empleador, y aún así ser odiado por su destinatario.
En una sociedad en la que pedir un mínimo nivel de tolerancia o comprensión de ambas partes es completamente utópico, hay situaciones que frustrarán a más de uno. Y el que tenga que caer en la maldición de un trabajo generalizadamente detestado, deberá sufrir las consecuencias sin tener el más mínimo derecho a réplica. Vida injusta, que le dicen.
Ahora viene otra situación hipotética en la teoría descriptiva, pero tan real como el pan francés en el día a día de muchísimos habitantes de nuestro planeta Agua y Tierra: fin de mes. ¿Hasta qué punto, teniendo en cuenta las vicisitudes de la vida de ambas partes, es soportable cierto tipo de empleos, en los que el malestar del cliente es una posibilidad más que concreta? Las molestias ocasionadas por el vendedor telefónico muchas veces no son perdonadas, y hasta son motivo de condena al que, mayormente sólo por necesidad, debe realizar dicha desdichada tarea, valga el juego de palabras.
Este es un caso casi único, en el que la tarea laboral no necesita ser mal desempeñada, para ofuscar al otro. Un taxista que obstruye una calle para recoger un pasajero, un vendedor de mostrador que no atiende apropiadamente o insiste hasta el hartazgo con la venta, un cadete que entra a contramano o por la vereda para cortar camino, son ejemplos de actitudes erróneas en labores que se podrían hacer sin perjudicar a nadie. Pero el telemarketer carga con la cruz de hacer todo como le exige su empleador, y aún así ser odiado por su destinatario.
En una sociedad en la que pedir un mínimo nivel de tolerancia o comprensión de ambas partes es completamente utópico, hay situaciones que frustrarán a más de uno. Y el que tenga que caer en la maldición de un trabajo generalizadamente detestado, deberá sufrir las consecuencias sin tener el más mínimo derecho a réplica. Vida injusta, que le dicen.
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