El hombre de bigotes se acercó caminando despacio. Ese camino de tierra al costado de la ruta era el único refugio para el intercambio. Al menos desde allí, la imagen de los campos que estaban garantizando destruir no era tan clara, por lo que sus remordimientos se escondían por algunos momentos. La carpeta que tanto había mostrado ya a esta altura del día se abría una vez más para dejar escapar cuatro sobres con la misma suma.
- Pueden quedarse tranquilos, muchachos -les dijo-, esto es de lo más común. Cada uno se queda con una de las comisiones y le da la otra a la familia. Van a ver que se los agradecen. Hoy cien de éstos le compran algo de comida a los pibes por unos días, y los viejos se conforman con poco, porque no les queda otra. Háganme caso, no tiene sentido explicarles las razones, no van a entender igual. Les garantizo que no va a ser tan malo como dicen en los diarios.
Los dos concejales barriales lo miraron con un dejo de consternación, resignación y tristeza. Sabían lo que estaban haciendo. Eran pobres, no tontos. José se sentó en el suelo, y apoyó la espalda contra una piedra grande, al costado del camino. No sabía si llorar o hacerse el duro. Por la ruta no pasaba más que un auto cada algunos minutos. El silencio era casi posesivo.
El hombre de bigotes siguió hablando, como si no entendiera que el Negro le estaba rogando con su mirada que simplemente se callara y volviera por donde vino. Ya se habían vendido, ya habían aceptado ser uno más de la categoría de hombres por la que tanto habian sufrido en días anteriores.
- Son empresas internacionales, han hecho esto en todo el mundo. Saben lo que hacen. Le va a venir bien a la zona, va a generar muchas fuentes de trabajo, ustedes pueden volver y decir eso, para que los demás se queden tranquilos.
José se levantó, las lágrimas ya se le escapaban, no tenía la fuerza para ocultar que se sentía no sólo un traidor de todos sus coterráneos sino también de sí mismo. Y comenzó a caminar solo, directo a la ruta, sin saber si volvía a su casa o enfilaba para otro lado, donde nadie lo conociera y supiese que vendió su alma por cien billetes, por menos de la comida de una semana. Miró como el camión pasaba, majestuoso, por la ruta. Como una señal del destino.
- Qué casualidad, justo la biblioteca ambulante -acotó el bigotudo-. Ahora se va para Uaque, pero después va a psar por el pueblo y quedarse un par de días. Lleven a los chicos, y a todos los que puedan. Háganles leer algo de Sarmiento, de Rivadavia. Disimuladamente. De a poquito van a comenzar a entender por qué ustedes hicieron lo que hicieron.
El Negro corrió, lo golpeó en la cara, tiró los dos sobres y se llevó del brazo a José, mientras éste rompía los billetes al trote.
- Pueden quedarse tranquilos, muchachos -les dijo-, esto es de lo más común. Cada uno se queda con una de las comisiones y le da la otra a la familia. Van a ver que se los agradecen. Hoy cien de éstos le compran algo de comida a los pibes por unos días, y los viejos se conforman con poco, porque no les queda otra. Háganme caso, no tiene sentido explicarles las razones, no van a entender igual. Les garantizo que no va a ser tan malo como dicen en los diarios.
Los dos concejales barriales lo miraron con un dejo de consternación, resignación y tristeza. Sabían lo que estaban haciendo. Eran pobres, no tontos. José se sentó en el suelo, y apoyó la espalda contra una piedra grande, al costado del camino. No sabía si llorar o hacerse el duro. Por la ruta no pasaba más que un auto cada algunos minutos. El silencio era casi posesivo.
El hombre de bigotes siguió hablando, como si no entendiera que el Negro le estaba rogando con su mirada que simplemente se callara y volviera por donde vino. Ya se habían vendido, ya habían aceptado ser uno más de la categoría de hombres por la que tanto habian sufrido en días anteriores.
- Son empresas internacionales, han hecho esto en todo el mundo. Saben lo que hacen. Le va a venir bien a la zona, va a generar muchas fuentes de trabajo, ustedes pueden volver y decir eso, para que los demás se queden tranquilos.
José se levantó, las lágrimas ya se le escapaban, no tenía la fuerza para ocultar que se sentía no sólo un traidor de todos sus coterráneos sino también de sí mismo. Y comenzó a caminar solo, directo a la ruta, sin saber si volvía a su casa o enfilaba para otro lado, donde nadie lo conociera y supiese que vendió su alma por cien billetes, por menos de la comida de una semana. Miró como el camión pasaba, majestuoso, por la ruta. Como una señal del destino.
- Qué casualidad, justo la biblioteca ambulante -acotó el bigotudo-. Ahora se va para Uaque, pero después va a psar por el pueblo y quedarse un par de días. Lleven a los chicos, y a todos los que puedan. Háganles leer algo de Sarmiento, de Rivadavia. Disimuladamente. De a poquito van a comenzar a entender por qué ustedes hicieron lo que hicieron.
El Negro corrió, lo golpeó en la cara, tiró los dos sobres y se llevó del brazo a José, mientras éste rompía los billetes al trote.